Los Israelitas atravesaron el Jordán y se establecieron en la tierra prometida en su último campamento (Campamento No. 42) al final del éxodo, lo cual nos indica simbólicamente la libertad y conquista a la que esta llamada la iglesia al salir de la religión a una vida de libertad, en una relación directa, vital y real con Cristo Jesús; Cristo es símbolo de la tierra prometida y la herencia de los hijos de Dios.

La santidad es la obra del Espíritu Santo en nosotros, separándonos del amor del mundo. La santidad es un cambio de naturaleza desde dentro como resultado de la obra de Dios en nosotros. No es lo que hacemos externamente, sino quienes somos por dentro, lo que importa a Dios.


1 de febrero de 2012

EL DESPERTAR EN UN CEMENTERIO


Leonard Ravenhill

La mano del Señor vino sobre mí, y mi llevó en el espíritu del Señor y me puso en medio de un valle que estaba lleno de huesos...; he aquí que eran muchísimos... y estaban secos... Y me dijo: Profetiza sobre estos huesos y diles: huesos, oíd la palabra del Señor... Profeticé, pues, como me fue mandado, y entró espíritu en ellos y vivieron y estuvieron sobre sus pies; un ejército grande en extremo. (Ezequiel 37)

Ofrece la historia antigua o moderna una descripción más ridícula que ésta? Aquí hay huesos descarnados! ¿Quién ha tenido jamás semejante auditorio? Los predicadores tratan con posibilidades, los profetas con imposibilidades. Isaías había visto a su nación llena de llagas putrefactas, de maldad. Pero, según el cuadro, a la enfermedad había seguido la muerte, a la muerte la desintegración de la carne, y ahora estos huesos esparcidos no ofrecen sino desconsuelo. La situación podría describirse en letras mayúsculas como de absoluta IMPOSIBILIDAD.


No se necesita mucha fe para creer lo imposible, pero ahora se necesitaba aquel «grano de mostaza» capaz de realizar lo imposible. Ciertamente, ¿puede alguien describir las posibilidades de una semilla viva? Una y otra vez, en el curso de los siglos, Dios ha estado llamando hombres y mujeres a realizar, no lo posible, sino lo imposible. Para probar que apoyar la impotencia en la omnipotencia de Dios no es en vano, ha borrado la palabra imposible de su vocabulario.

Los profetas son hombres solitarios. Andan solos, oran solos, y Dios les hace ser solitarios. No hay molde para ellos: su patente de derechos radica en Dios, por el principio de la elección divina. Por ello, a ninguno le es permitido el desaliento. Que nadie diga que es demasiado anciano, pues Moisés contaba 80 años cuando le fue ordenado libertar a todo un pueblo esclavizado. Después que Jorge Muller hubo cumplido los 70 efectuó varios viajes de testimonio alrededor del mundo (con las dificultades de viajar en su tiempo y sin la ayuda de la radio predicó a millones de personas).

Ezequiel no nombró un comité influyente ni empleó la publicidad. Era caso de vida o muerte (así lo es el evangelismo hoy día). Pero que tengan cuidado los predicadores en usar esta expresión ya demasiado vieja y gastada de la jerga teológico-misionera, no sea que sus oyentes se limiten a decir: «Es un tío listo, sabe hacer propaganda» (y le dejen sin ayuda material ni espiritual).

A aquel montón de huesos secos se pidió a Ezequiel que predicara un mensaje de vida; y así ocurrió. ¿Había allí maldición? ¡Había muerte! ¿Quién podría traer vida? ¡No hubo allí una magnífica declaración de doctrina!

Amados lectores: El mundo no espera una nueva definición del Evangelio, sino una nueva demostración del poder del Evangelio. En estos días de aguda crisis política, de desorden moral y de desaliento espiritual, ¿dónde están los hombres hábiles, no en doctrina, sino en fe? No se necesita fe para condenar el error; o dar concluyentes pruebas estadísticas de que los diques morales están hundidos y una ola de impureza infernal ha invadido esta generación. ¿Doctrina? Tenemos de sobra, mientras un mundo enfermo, angustioso, hundido en el pecado y el sexualismo, perece de hambre espiritual.

En esta hora trágica el mundo yace en tinieblas y la Iglesia yace en la luz; pero ambas duermen. Así Cristo es «herido en casa de sus amigos».

La flácida iglesia militante es señalada burlonamente como la iglesia impotente. Gastamos cada año montañas de papel y ríos de tinta reimprimiendo los muertos productos de cerebro humanos, mientras el Espíritu Santo viviente está buscan de hombres dispuestos a pisotear su vano orgullo cultural, deshinchar su propio yo y confesar que, teniendo vista están ciegos. Hombres dispuestos a comprar, por el precio de quebrantamiento de corazón y sinceras lágrimas, el ser ungidos con colirio divino para ver las cosas como son.

Hace años un pastor puso a la puerta de su iglesia el siguiente rótulo:

«Esta iglesia tendrá un despertamiento o un funeral.» Esta clase de pesimismo complace al Cielo y desespera al infierno. ¡Lo llamaréis locura! Exactamente, una iglesia sensata según el mundo nunca hace nada bueno. En esta hora crucial necesitamos hombres embriagados del Espíritu Santo. ¿Dónde están hoy día los Wesley, los Whitefields, los Finney y los Hudson Taylors? Sin embargo, en los días de los Hechos de los apóstoles tal tipo de cristianos no eran una excepción, sino la regla normal. La bomba atómica parece haber inquietado a todo el mundo excepto a la Iglesia. Con defender la soberanía de Dios y ocultarnos tras la cortina de un fanático dispensacionalismo, creemos estar a salvo de nuestra bancarrota espiritual. Entretanto el infierno se va llenando. Con el Ateísmo en el mundo, el Modernismo en la Iglesia y la Moderación en los grupos fundamentalistas, ¿estará el Señor buscando en vano, como en los días de Ezequiel, el hombre que se ponga firme en el portillo?

Hermanos predicadores, la verdad desnuda es que en nuestros días estamos más ansiosos de viajar que de engendrar; de ahí que no tengan lugar nacimientos espirituales. ¡Que Dios nos envíe, y pronto, un profeta extraordinario a curar una iglesia extraordinariamente coja!

Es demasiado tarde para dar nacimiento a ningunas otra denominación.

Ahora mismo Dios está preparando a sus Elías para la última gran ofensiva contra el frío ateísmo militante (disfrazado con una careta religiosa). En el gran despertamiento final el poderoso Espíritu Santo será vino nuevo, rompiendo los viejos y secos odres del sectarismo.

¡Aleluya!

Notad que Ezequiel era «llevado por él Espíritu». Como hombre hubiera temblado a la vista del macabro espectáculo, pero guiado por la fe de Ezequiel se hallaba el destino de millares, si no millones de seres.

Observad que decimos guiado por la fe, no por la oración. Muchos oran, pero tienen poca fe. ¡Qué escalofríos podían haber sacudido su espíritu ante semejante vista! El cielo y el infierno eran los únicos espectadores en la soledad del desierto. Seguramente si Ezequiel hubiese vivido en nuestros días habría sacado fotografías de Prensa del macabro espectáculo. Además, amigo de estadísticas, habría contado los huesos.

Cuando hubiese corrido la noticia del hallazgo habría llamado a otros a presenciar el espectáculo de sus operaciones proféticas (no fuese que los  hombres hubieren dejado de darle el rango que le correspondía entre los evangelistas nacionales). Nada de esto hizo Ezequiel. Escuchad:

«Entonces profeticé como me había sido ordenado», dice. (Aquí está el meollo del asunto, se hizo un necio por amor a Dios). «Vosotros huesos secos, oíd la Palabra del Señor Jehová.» ¿No es una locura? Cierto, y de las de primer orden. Dice a los huesos «oíd»; ¿es que por ventura tienen oídos los huesos secos? Pero Ezequiel hizo exactamente lo que le había sido mandado. Nosotros, para salvar nuestro buen crédito, modificamos las órdenes de Dios y así perdemos nuestro crédito. Pero Ezequiel obedeció y Dios obró. Hubo un gran ruido. Bueno, esto es lo que nos gusta a nosotros. Pero Ezequiel no confundió conmoción por creación, ni acción por unción, ni agitación por despertamiento.

Con solamente un soplo de sus omnipotentes labios podía Dios haber levantado este montón de huesos secos a la vida, pero no fue así. Hubo muchas operaciones.

Primero: «Huesos, juntaos uno con otro» (ya no eran un montón. Tal fenómeno nos habría puesto a nosotros fuera de quicio. Pero no fue así con Ezequiel. ¿De qué servían aquellos esqueletos? ¿Podían pelear las batallas del Señor o traer honor a su nombre?

Con demasiada frecuencia hoy día muchos cuentan el número de esqueletos que se levantan al llamamiento de algún famoso evangelista, conmovidos, seguramente, pero no nacidos de nuevo. A sus pocas lágrimas respondemos apresuradamente: Cree estas promesas del Señor, les decimos. Pero todavía no tienen vida. A veces ni siquiera volvemos a verlos; pero a veces prosiguen instruyéndose en las cosas espirituales. En el mejor de los casos, podríamos decir, como en el ejemplo de Ezequiel, que los huesos se cubren de carne, y entonces el valle se cubre ya no de huesos, sino de cadáveres. ¿Sirven para algo en el Reino de Dios? De ningún modo.

Tienen ojos pero no pueden ver; tienen manos pero no pueden luchar; pies pero no pueden andar. Así son nuestros inquiridores; hasta que ocurre lo último. «Entonces volví a profetizar otra vez», dice Ezequiel; venció la duda. En vez de quedar desanimado, primero por los esqueletos y después por los cadáveres, sintió que Dios estaba con él y podía llevar la obra hasta el final. Sólo con Dios obtuvo la victoria. «Profetizó como le había sido mandado, y vino espíritu sobre ellos y VIVIERON.»

Pero ¿quién puede decir hoy día de los cadáveres espirituales: «Profeticé como me había sido mandado, y vivieron». Podemos, hermanos, conseguir multitudes. Nuestra inteligente propaganda, nuestra radio, nuestros artistas, nuestra música, pueden alcanzar multitudes y producir ruido y movimiento; pero ¿qué ganamos con todo ello? Porque, hermanos, lo cierto es que ni siquiera sabemos, muchas veces, si Dios nos ha llamado o no para entrar en el ministerio. ¿Tenemos dolor en el corazón por los hombres que perecen? El peso de pensar que un promedio de 85 personas mueren sin Cristo en el mundo a cada minuto que pasa, ¿no es un motivo para sentirnos apesadumbrados? ¿No debemos, en este mismo momento, levantar los ojos a Dios (pues El está mirándonos a ver si lo hacemos) y decirle: «¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!»? ¿Podemos ahora mismo decir: «El Espíritu del Señor es sobre mí, ungiéndome para predicar»? ¿Contamos con el infierno? ¿Podrían decir los demonios de nosotros lo que dijeron de ciertas personas que pretendían actuar en nombre de Cristo? A Jesús conozco, y a los pastores que tú citas, X y X, también; pero tú mismo, ¿quién eres?

Las más probables predicciones políticas del porvenir del mundo no son  para alentar a nadie. ¿Y qué diremos de las religiosas? El ciudadano espectador está confuso viendo a los «Testigos de Jehová» repartiendo su veneno de puerta en puerta; a los Cientistas cristianos (que no son ni cientistas ni cristianos) proclamando sus errores; a los sectarios Adventistas no dejando piedra por remover, y a la fracasada iglesia nominal manteniendo aún que ella tiene derecho a juntar bajo su regla a todos los que conocen a Cristo, pues ella sola tiene la promesa de las llaves del Reino de los Cielos. Por eso, el ciudadano del mundo que conoce el evangelio de oídas, pero no ha visto ni sentido el poder del Evangelio como una visita divina al alma humana, tiene todo derecho a preguntar: ¿Dónde está nuestro Dios? ¿Qué le contestaremos?

Una de las cosas más penosas es constatar la ineficacia de la verdad. ¡De la verdad más pura y ortodoxa! Casi todos sabemos de memoria qué dirá cada predicador fundamentalista. Pero no vemos que su mensaje de la Palabra de Dios «sea viva y eficaz y más penetrante que una espada de doble filo». Todos los ministros de las mejores iglesias se lamentan de la poca efectividad del Evangelio en el mundo moderno. Evangelismo de pompas de jabón parecen ser las más brillantes campañas...; relucen por una temporada..., pero después ¿qué?...

Tenemos, quizás, un atisbo de despertamiento acá o allá en alguna iglesia, pero no logramos interesar ni despertar a los millones sin Dios.

Conseguimos llenar algún estadio juntando autobuses repletos, por lo general, de miembros o asistentes ya a iglesias, pero necesitamos un general Booth para traer a los lejanos, a los que están sin Dios y sin esperanza en el mundo.

Los antiguos santos solían cantar: Ven, alma que lloras, ven al Salvador...Dile, sí, tu duelo, ven tal como estás, Que en El hay consuelo, y no llores más.

Pero ¿quién llora hoy día sus pecados? ¿Quién va a Dios quebrantado de corazón? Sin embargo, la verdad es que Dios sólo puede usar cosas quebrantadas. Por ejemplo: Jesús tomó el pan y lo rompió. Sólo entonces pudo alimentar a la multitud. El vaso de alabastro fue roto y entonces es cuando la casa se llenó del olor del perfume. Jesús dijo:

«Esto es mi cuerpo roto por vosotros.» Si esto hizo el Maestro, ¿qué haremos nosotros? Pues guardando nuestras vidas es como las perdemos, y perdemos a otros también.

¡Llorar por el pecado!

Jeremías exclamó: «Mi cabeza fue como agua», y David dijo: «Ríos de agua descendieron de mis ojos continuamente.»

Queridos hermanos, nuestros ojos están secos porque son secos nuestros corazones. Vivimos, hermanos, en unos tiempos cuando tenemos compasión sin compadecer. Cuando una pareja de salvacioncitas escribieron al general Booth que habían fracasado en uno de sus intentos de redimir a los perdidos, les envió esta breve respuesta:

«Probadlo con lágrimas.» Así lo hicieron y tuvo lugar un despertamiento.

Los maestros bíblicos no enseñan a llorar. Por supuesto, no pueden hacerlo, es una enseñanza que sólo puede impartirla el mismo Espíritu Santo. Un predicador repleto de doctorados no irá lejos, a menos que experimente amargura por los pecados de nuestro siglo. Un clamor repetido de Livingstone era: «Señor, ¿cuándo serán curadas las llagas de este mundo?» Pero nosotros, ¿nos sentimos apesadumbrados al orar? ¿Empapamos nuestros almohadones de lágrimas como lo hacía Juan Welch?

El erudito Andrew Bonar estaba en su cama un sábado por la noche, cuando oyó a altas horas de la madrugada el ruido de la gente que venía de una taberna cercana. Movido por un sentimiento irresistible de compasión empezó a gritar con toda la fuerza de sus pulmones: «¡Oh, oh, esta gente se pierde, se pierde!» ¡Ay, hermanos, nosotros no hemos aprendido así de Cristo! Muchos de nosotros no tenemos sino un ligerísimo sentimiento de simpatía sin lágrimas, sin pasión alguna, por las almas que nos rodean.

En tercer lugar, no sentimos el pecado como pecado: «Los necios se burlan del pecado», dice el Libro de Dios. Fijaos que llama necios, o locos, a los que menosprecian esta gran realidad. Los grandes pensadores de la Iglesia cristiana han designado siete formas de pecar a las que llaman «pecados mortales», dejando a otros como «pecados veniales»; pero es un gran error, pues todo pecado es mortal. Pero estos siete pecados son las raíces de millares de pecados. Las siete cabezas del monstruo que está devorando nuestra generación a toda prisa.

Estamos ante una juventud seducida por el placer, que no se preocupa de Dios. Engreída con un pseudo-intelectualismo y adornada con una amplitud de criterio que significa indiferencia a todo lo espiritual y que acepta fácilmente las normas degradadas de una nueva moral.

Sería divertido si no fuera trágico que una cierta estrella de cine (conocida por la poca ropa que viste) rehusó ver la primera de sus propias fotografías de strip-tease. (Esta es la clase de artistas que nuestra juventud aplaude, de ahí que se produzcan en abundancia.) El ansia de romper los moldes de moralidad de siglos pasados nos recuerda el caso de la mitología griega cuando Euriteo ordenó a Hércules la tarea de limpiar los inmensos establos de Aurigas, rey de los Pintos, que no lo habían sido por años, arrojando sobre ellos el curso de los ríos Afeo y Peneo.

 Así que, ¡cristianos, de rodillas!, desistid del loco intento de mejorar la sociedad rociando la iniquidad individual e internacional con agua de rosas. Arrojad sobre vuestra podredumbre los poderosos ríos de lágrimas y oración y de predicación ungida con el poder del Espíritu Santo, hasta que todo sea limpio. Como dice la estrofa:

Hay pecado en el campo, hay traición. ¿Será en ti, será en mí? Hay motivo en nuestras filas para la derrota.

¿Está en mí, Señor? Pecado de egoísmo o de vanidad que Impiden la bendición en jóvenes y viejos, Algo que detiene la bendición de Dios.
¿Está, Señor, en mí? ¿Está en mí, en mí? ¿Está, Señor, en mí?

La suprema necesidad hoy día es poder de lo Alto.
C. G. Finney
Si Cristo esperó ser ungido del Espíritu Santo antes de salir a predicar, ningún joven debería atreverse a subir a un pulpito antes de haber sido ungido por el Espíritu Santo.
F. B. Meyer
Abstente de discutir acerca de la Palabra de Dios. Obedécela.
Oswald Qhambers
No puedo obrar mi salvación, Pues mi Señor lo hizo por mí; Mas cuál esclavo trabajaré Y por amor te serviré, Querido Hijo de Dios.
Autor desconocido
Ante el hecho de la cruz, decidme: ¿no es un escándalo que tú y yo vivamos como vivimos?
Alan Redpath
Tan pronto como cesaremos de sangrar, cesaremos de ser bendición.
Dr. J. H. Jowett

Por que no LLega el Avivamiento - Leonard Ravenhill

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Matthew Henry